Antoñete ¡Aquel sentido de las distancias! Fotografía del blog "La tauromaquia de la movida") |
Nota de LRI. En un magnífico artículo de Antonio Castañares publicado primero en una serie aparecida en 6Toros6 y recopilada luego en un magnífico libro, este gran aficionado no recordaba cual fue la gran lección del maestro Antoñete en su última etapa: enseñar, a un público de jóvenes recién llegados a la fiesta, que la clave del toreo está en la colocación y la torería.
Pero cuidado, que no se trata -como algunos podrían pensar- de que todos los toreros tengan que citar desde la misma distancia desde la que citaba Chenel, ni que tengan que desprender un mismo aroma de torero castizo y añejo como el que atesoraba el madrileño sino, de modo más general y menos excluyente, lo importante es que cada cual sepa encontrar su propio sitio en la cara del toro y que, una vez allí, sepa desarrollar su propia personalidad. Nada más y nada menos que eso.
Yo a Antoñete le ví, le ví con fruición y de forma compulsiva. Sabía que era una reliquia, una especie a extinguir, algo único. Era todo un acontecimiento verle ante el toro, al que iba con una torería infinita y le citaba de largo, muy de largo y metido en su terreno. Le alegraba con la voz-¡iu!- y le adelantaba la muleta lo justo para no descomponer la figura. Le aguantaba en un primer muletazo emotivo a más no poder, para seguir en redondo en un segundo y un tercero aún mejores por hondos y cadenciosos. Ya no tenía fuelle -el maldito tabaco- pero allí estaba el de pecho o uno del desprecio con la rodilla crujiendo el costillar del toro. Y después, ¡ay después!, ¡ay aquel irse del toro toreando!, ¡ay aquella repajolera gracia!, ¡ay aquel irse yéndose que acababa con el cuadro.
Pero cuidado, que no se trata -como algunos podrían pensar- de que todos los toreros tengan que citar desde la misma distancia desde la que citaba Chenel, ni que tengan que desprender un mismo aroma de torero castizo y añejo como el que atesoraba el madrileño sino, de modo más general y menos excluyente, lo importante es que cada cual sepa encontrar su propio sitio en la cara del toro y que, una vez allí, sepa desarrollar su propia personalidad. Nada más y nada menos que eso.
Yo a Antoñete le ví, le ví con fruición y de forma compulsiva. Sabía que era una reliquia, una especie a extinguir, algo único. Era todo un acontecimiento verle ante el toro, al que iba con una torería infinita y le citaba de largo, muy de largo y metido en su terreno. Le alegraba con la voz-¡iu!- y le adelantaba la muleta lo justo para no descomponer la figura. Le aguantaba en un primer muletazo emotivo a más no poder, para seguir en redondo en un segundo y un tercero aún mejores por hondos y cadenciosos. Ya no tenía fuelle -el maldito tabaco- pero allí estaba el de pecho o uno del desprecio con la rodilla crujiendo el costillar del toro. Y después, ¡ay después!, ¡ay aquel irse del toro toreando!, ¡ay aquella repajolera gracia!, ¡ay aquel irse yéndose que acababa con el cuadro.
Antoñete muchas tardes, como aquel 7 de junio de 1985 ante "Cantinero", nos enseñó que al toro había que respetarle, qie había que darle su sitio. Que había que hacerle creer que iba a salir vencedor del duelo, aunque la maestría de aquel torero de mechón blanco pudiera con aquel celo y alumbrara una de las más inmensas faenas que los aficionados hemos tenido la dicha de ver y disfrutar.
CASTAÑARES, Antonio. "La lírica del toreo-Fotos con solera" (1ª ed. Madrid, s.e., 2006)
Antoñete ¡Aquel irse yéndose que acababa con el cuadro! (Fotografía del blog "La tauromaquia de la movida") |
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