Pepín en el Sanatorio de Toreros convalece de la cogida de Valdepeñas (8 de agosto de 1947). Su cara lo dice todo. |
Faltando veinte días para la cita de Linares, Manolete vio la muerte en Valdepeñas. Fue una tarde extraña, de calor sofocante que encendía el griterío de los tendidos, en un ruedo seco que levantaba nubes de arena ante las inciertas embestidas del encierro de Concha y Sierra. Se observaba preocupación en los toreros por el feo estilo de la corrida. Curro Caro despachó su lote con oficio.
Curro Caro en Valdepeñas el 8 de agosto del 47 |
Manuel Rodríguez había cortado las orejas y el rabo del segundo, trofeos que rechazó ante las protestas del respetable; en el quinto se dividieron las opiniones, algo habitual en un público cada vez más en contra.
Manolete en el segundo de la tarde. |
Pepín Martín Vázquez escuchó palmas en el tercero y buscaba tocar pelo en el sexto, al que saludó con hermosas verónicas e hizo un bonito quite por chicuelinas, que silenció las protestas que denunciaban cojera de la pata izquierda.
En el callejón, sin soltar el capote, Manolete fumaba un cigarrillo atento al planteamiento de faena de Pepín, que inició el trasteo con unos estatuarios que fueron ovacionados. Con la muleta en la izquierda el toro protestó al tomar el primer natural, repuso y, sin atender el toque, volteó al torero corneándole con saña en la pierna izquierda hasta que el diestro cordobés acudió e hizo el quite. El silencio se apoderó de la plaza ante la visible hemorragia, el nerviosismo del trance, y los rostros desencajados de los compañeros asistiendo al herido para conducirlo a la enfermería. En otro lado del palenque, Manuel Rodríguez fijaba con el capote la atención del toro, observando el pitón ensangrentado y esa mirada fiera, cargada de muerte, que solo saben ver los toreros.
En el interior del cuarto del hule, las expertas manos del doctor Izarra lograron detener la hemorragia en una operación de urgencia vital, pero la gravedad de las lesiones exigía el traslado del herido a un centro hospitalario adecuado, para llevar a cabo una delicada intervención de reconstrucción vascular. No había tiempo que perder. Madrid quedaba a más de doscientos kilómetros y la zozobra comenzaba a adueñarse de los hombres del toro. Manolete ofreció su Buick azul para llevar al compañero al Sanatorio de Toreros, donde avisado aguardaba el doctor Jiménez Guinea, y ocupando el asiento del volante abandonó velozmente la ciudad manchega. Tras el penoso e incierto trayecto, la eficaz intervención del célebre cirujano devolvía a los toreros la esperanza y la sonrisa al filo del nuevo día. Pepín había salvado la vida.
Manolete con su Buick. Camará observa. |
Antes de partir de Madrid para cumplir los contratos del agosto más duro de su carrera, Manolete acudió al Sanatorio para animar a Pepín y despedirse. Ninguno podía imaginar que el adiós sería para siempre. Años después, el fino torero de Sevilla manifestó que nunca pudo olvidar el gesto de su compañero, confesando que el beso que le dio Manuel al despedirse era el recuerdo más hermoso que guardaba de su paso por el toreo: “De Manolete me pasaría la vida entera diciendo cosas. Lo recuerdo constantemente. Fue un hombre inmenso y un torero como no he conocido otro. Ahora pienso que yo tuve mucha suerte en Valdepeñas y él muy poca en Linares. O al revés, porque los hombres no seremos nunca capaces de entender los designios de Dios”.
En Valdepeñas antes del paseillo, Pepín sonríe. A la derecha se adivina el perfil de Manolete. Luego tras la cogida, el cordobés iría a visitar al diestro de la Resolana al Sanatorio de Toreros |
Para el cordobés continuaba el viacrucis en que le habían convertido 1947 desde el regreso de México. Con pena observaba cómo el público que antes le aclamaba entusiasmado ahora le insultaba y le enseñaba las entradas. Había dado fruto la campaña de un influyente sector de la crítica, clanes taurinos y diestros incapaces de aguantarle el pulso en la plaza: la alianza que buscaba destronarlo acusándole de ser el culpable de lo peor del toreo.
Manolete en el callejón de la plaza de Gijón. La campaña del norte tuvo una dureza inusitada. |
Manolete anhelaba acabar la temporada, colgar el traje de luces y casarse con Antoñita, la mujer que amaba, cuyo enlace estaba señalado el 18 de octubre en Barcelona, como reveló más tarde quien fue su confidente, el periodista don Antonio Bellón. Pensaba que había llegado la hora de disfrutar de su fortuna antes de que pudiera arrebatársela un toro, pero su estricto sentido del deber le imponía cumplir los compromisos y entregarse en cada plaza. Eso fue lo que hizo con los puntos sin cicatrizar de la cornada sufrida el 16 de julio en Madrid, su última tarde en Las Ventas, corrida de Beneficencia que toreó cediendo sus honorarios para los necesitados.
Un respiro. Los días de Fuentelencina con Antoñita Broncalo. |
Agosto barruntaba tormenta. Se desencadenó en Linares como pudo haber sido en cualquier lugar. Un relámpago rasgó la tarde y el estruendo del trueno enmudeció al orbe taurino.
La cogida en dos fotografías tomadas por un aficionado desde el tendido y que fueron publicadas en el número extraordinario que El Ruedo publicó tras la cogida. |
Lo que vino después resulta conocido. O no tanto, porque ante el horror de su muerte afloraron sentimientos de culpa y medias verdades que forjaron una historia con aires de leyenda, narrada con los tonos hipócritas de aquella España en blanco y negro. Se obviaba el drama de un hombre joven, que hubo de sufrir el desprecio de los suyos por la mujer que amaba, con la que convivía desde 1943, porque su madre y entorno no la consideraban digna de ser su esposa. Tras la crucifixión faltaba la lanzada, ejecutada en el hospital de Linares por los que presumían de amigos, al negar a Antoñita el paso a la habitación de Manolo hasta que en ella moraba un cadáver.
Su novia solo pudo entrar a verlo después de muerto. No la dejaron pasar mientras moría. |
Terminaba el acoso y derribo del rey de los toreros. Nacía el mito. Fue en la corrida número veintiuno de su temporada española, el mismo que llevaba marcado a fuego Islero, el toro que lo mató, cuyo certero derrote silenció tanta culpa inconfesable.
Remate. La elegancia torera de un gran torero. En Gijón con la capa. |
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