¡Mátame, toro! ¡Mátame! |
Decíamos ayer, literalmente ayer, que torear es acariciar suavemente al toro. Bueno, en realidad lo decía Rafael el Gallo hace mucho tiempo. Nosotros, nos limitábamos ayer a glosarlo.
En cualquier caso, si bien es cierto que el toreo puede ser una caricia suave, no es menos cierto que torear son otras muchas cosas. Como entregarse más allá de lo razonable, como luchar sin cuartel contra el toro o contra el público, a veces más peligroso que el toro.
En la imagen, espeluznante imagen, vemos a un bisoño Juan Belmonte, novillero aún, en Sevilla, Un Belmonte al que le acaban de echar un toro al corral tras los tres avisos.
Juan, que ha quemado uno de los pocos cartuchos que en ese momento tenía y que ve como se le presenta un negro futuro a él y a los suyos, ha perdido la razón. Ha enloquecido momentáneamente y se ha puesto delante del toro pidiéndole que le mate. Pidiendo que le mate ese mismo toro al que el ha sido incapaz de matar.
Detrás, José María Calderón, su valedor, mentor y propagandista (cuya fe en el "Dermonte" era inagotable) intenta rescatarle. Pocos años antes, Calderón ha visto morir en México a su otro torero, el mítico trianero Antonio Montes. Y no quiere que a Juan le pase lo mismo.
Por suerte, no le pasará. Por suerte para Calderón, por suerte para el propio torero y, sobre todo, por suerte para la fiesta. Belmonte saldrá ileso de su bendita locura, de su entrega (de su apasionada entrega que diría Pepe Alameda), de su lucha. Y, gracias a él (y gracias también a Joselito, su competidor y sin embargo amigo), el toreo tomará en poco tiempo, nuevos rumbos.
Pero esa es otra historia.
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