Por Juan Antonio Polo
Iván Fandiño ante un toro de pitones tan pavorosos como todos los que se suelen lidiar hoy en Pamplona (Fotografía de Pidal-EFE) |
Pamplona. Tercera de Feria. 9 julio 2015
La tauromaquia —ya lo dijo en su “Taurofilia racial” el poeta y ganadero Fernando Villalón— tiene mucho que agradecer a los ganaderos de los siglos XVIII y XIX, que fueron los que, partiendo de las primitivas vacadas que en estado de semilibertad poblaban sus fincas, iniciaron unas no menos primitivas labores de selección que les permitieran suministrar a las plazas —mayores o de carros, por aquel entonces— las reses que juzgaran más apropiadas en función de la importancia del lugar y de la categoría del festejo. Esta selección, que en principio se limitaba a la mera apariencia física de los toros, se extendió rápidamente a otros conceptos —resistencia, acometividad, movilidad, bravura, etc.— y, consecuentemente, a la aparición de los primitivos encastes y, con el tiempo, a las más o menos definidas castas que configuran a las ganaderías actuales.
Todo esto estaría muy bien… si no fuera porque esas funciones de selección han degenerado últimamente en situaciones realmente aberrantes. Si Madrid impone el toro grande, los ganaderos se afanan en la cría de toros enormes sin atender al tipo y características de su encaste. Si las figuras exigen el toro noble a ultranza, los criadores se dedican a rebajar su casta hasta extremos insospechados y logran la creación de esos toros “tontos” —“artistas” los llaman algunos—, que no saben para qué tienen los cuernos. Y si en Pamplona, Madrid o ciertas plazas francesas gustan los toros cornalones… pues a servirles toros como algunos de los de hoy. El caso es servir al cliente lo que quiera… aunque pase lo que pasó esta tarde.
¿La corrida de hoy? Mejor olvidarla. Los dos primeros toros, sin fuerza y en la línea de la tontería, embistieron cansina —pero incansablemente— a las telas y permitieron a sus matadores, Castella y Fandiño, lograr sendas faenas de muy buen corte, pero sin emoción ninguna, que fueron premiadas con una oreja gracias a las magníficas estocadas con que cerraron su labor. El tercero y el cuarto, más de lo mismo, aunque sin ganas de colaborar —a Talavante ni le vimos—, y los dos últimos, mansos y rajados, estuvieron a punto de doblar y morir en el ruedo —de muerte natural, claro— antes de que se tiraran a matarlos. ¡Ah! Recordar que el ganadero, Victoriano del Río lidió una gran corrida el año pasado.¿Alguien lo entiende?
Y suerte que todo esto ocurrió en Pamplona y que gran parte del público sanferminero se conforma con la fachada y las apariencias. No quiero ni pensar lo que hubiera pasado en Madrid.
Juan Antonio Polo
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