Juan Belmonte ha sido uno de los mejores capoteros de la historia. En concreto, su toreo a la verónica ha dejado huella. Sin embargo y según la cualificada opinión de Pepe Alameda, su toreo de muleta no estaba a la misma altura. De hecho, sus faenas de muleta eran muy cortas y duraban sólo lo que duraba el empuje inicial del toro. Pese a ello, una nube de panegiristas ha creado una imagen mitificada y distorsionada de ese toreo de muleta convertido en canon (el canon belmontista) que ha sido y sigue siendo utilizado torticeramente contra la forma de torear de la mayor parte de los diestros que le sucedieron.
En el capítulo sobre Antonio Fuentes, digo que este inaugura un tipo de lidiador que después se dará con frecuencia, el del que siendo muy bueno con el capote, “baja” luego con la muleta.
Creo que en Belmonte se repite el caso. Aunque la crítica más oficial no lo haya visto y aunque haya una montaña de literatura interpuesta. Los “hechos” están ahí, antes que la “montaña” (…)
Eso es lo malo, que después de los primeros años de la muerte de Joselito, durante los cuales su aureola fue respetada, surge y se precipita la reacción “"belmontista”, con todos los estigmas psicosociológicos de una moda.
Y una borrasca de plumas de diversos calibres, amparadas por las lejanas y subjetivas de Valle-Inclán y Pérez de Ayala (primeros snobs del belmontismo incipiente), se lanza a una carrera deportiva para ver quien le busca a Belmonte más justificación de su existencia, más jerarquía para su presencia, mejor complemento a sus carencias y más aventurada exégesis para sus excelencias.
Una moda como esta entre gentes que escriben con poquita disciplina y ningún miramiento, produce resultados catastróficos. Sobre Belmonte –el real y el supuesto- llueven los Ortega y Gasset de taberna, de cafetería y de ateneo de pueblo –y de sala de redacción por descontado-.
Uno de los poderes maravillosos que le descubren a Juan es el de que, con el talismán del temple, puede hacer pasar al toro, aunque este no embista.
Pero Juan no da más que diez o doce pases, los que el toro “tiene”, los que corresponden a su primer impulso y facultades. En cuanto el toro no “viene”, la faena se acaba. Y entonces, ¿de dónde se saca lo del talismán? Pero responden:
“Ah, no, es que estos son los pases justos, los que debe tener una faena”
No me diga. ¿En dónde está escrito eso, en el Partenón, en el frontispicio de la plaza de piedra de Ronda, la de los “toreros machos” o en las tablas de Moisés?… Y, entonces ¿para qué el Guerra y Lagartijo y Cúchares? Todos hicieron el ridículo, pues todos perdieron su tiempo. ¿Que se fizo de tanta invención como trujeron?
Esta “teoría del talismán”, llamémosla así, recogida en el libro de Corrochano ¿Qué es torear? es una perfecta creación ex nihilo, pues no entronca con nada y surge de la nada.
José Alameda, El hilo del toreo (1ª ed. Madrid, Espasa Calpe, S.A., 1989. Págs. 208y 209)
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