Por Chema Camargo del Hoyo.
Enriqueta por Sevilla |
Su historia parece sacada de una película. Había nacido en Camas, en 1920. Era la sexta de ocho hermanos. Siempre estuvo muy unida a su hermana Patrocinio (13 años mayor que ella), que, al comienzo de la guerra, se casó con un hombre que le sacaba 15 años. Al trasladarse el matrimonio a Sevilla, Enriqueta los acompañó: ayudaba en las tareas domésticas y trabajaba en una fábrica de azafrán. Murió Patrocinio en el parto de su segunda hija y Enriqueta, con las dos niñas, volvió a casa de su madre, en Isla Cristina. La madre y el viudo presionaban a Enriqueta para que se casara con él, en un «matrimonio blanco», para evitar que las niñas fueran a un colegio de huérfanos.
Movida por su cariño a ellas, accedió, por fin, a esa boda. Antes de un año, el marido reclamó sus derechos conyugales; al negarse Enriqueta, la maltrataba. Ella decidió escaparse, vendió a una vecina los pendientes que llevaba; con ese dinero, huyó a Sevilla, donde la recogió un párroco, que la alojó en un convento de monjas Adoratrices. A pesar de que un médico certificó su virginidad, no logró la nulidad matrimonial. Para alejarla del marido, las monjas la recomendaron a la hija de Juan Belmonte, que la contrató para el servicio, en el cortijo Gómez Cardeña.
Estamos en 1942, Enriqueta tiene 22 años; Belmonte, retirado de los ruedos, 50. Ella no le conoce ni sabe nada del mundo taurino. La ve Juan y pregunta: ¿De dónde ha salido este bicho tan feo?. Pero la joven no se corta ¡Anda que usté! ¡Como que no es feo! ¿Cuánto hace que no se mira al espejo?. Tienen que avisarla de que es el señor de la casa, el que se ríe a carcajadas.
Cuando enferma Enriqueta, la atiende el médico de cabecera de la familia, Joaquín Mozo Diagnostica dos manchas en el pulmón: necesita reposo, vitaminas y buena alimentación. Juan le busca un alojamiento, pagando él todo, con la promesa de que, cuando esté bien, le encontrará un trabajo. Vive ella dos años y medio en una casa de Higuera de la Sierra (Huelva). Allí la visita el médico, para las revisiones, y Belmonte, para hacerse cargo de los gastos.
Ya recuperada, Enriqueta le pide el trabajo prometido pero Juan se ha enamorado. (Él está separado de su mujer pero, en España, no existía el divorcio). Contaba ella que él se arrodilló a sus pies, con la cabeza en su regazo, y suplicó: ¡No me dejes, por favor! ¡Soy un hombre que está solo y te quiero!.
Así comienzan cerca de 15 años de convivencia... Estaban juntos pero hacían una vida discreta. Ella vivía en una casa de la calle San Vicente. Se veían a diario. Iban los dos a los toros pero a localidades distintas. Hubo etapas muy felices y también conflictos. A los cuatro años, se pelearon y Enriqueta lo dejó, se fue a Madrid: con el dinero que había ahorrado, montó una perfumería. Juan no aceptó renunciar a ella: la localizó y consiguió que volviese con él. Pero los tiempos más felices, quizá, ya habían pasado...
Contaba Enriqueta que, cuando se despedían, ella, en broma, solía lanzarle una zapatilla: él la guardaba para devólversela al llegar el día siguiente.
La mañana del 8 de abril de 1962, Juan, que estaba a punto de cumplir 70 años, la visitó por última vez. Le llevó un sobre con dinero, un maletín con objetos personales y varias fotografías dedicadas: «Cuando yo me muera, si necesitas dinero, véndelas a una revista extranjera, que te las pagarán bien». Ella replicó: «Estás más loco que cuando yo te conocí». Como tantas veces, ella le tiró una zapatilla, al despedirse, pero él ya no pudo devolvérsela...
Esa tarde, Belmonte recorrió a caballo su finca; acosó y derribó; quiso encerrar en la placita de tientas a un semental que pastaba en el campo. Lo contaba su amigo Andrés Martínez de León,¿Quiso despedirse de la vida enfrentándose a un toro de verdad? ¿Quería que el toro lo matara? Ya anocheciendo, casi a dos luces, en “la hora de Belmonte”, se encerró en su despacho, puso en marcha el ronroneo del pequeño motor que da luz al caserío y se pegó un tiro».
Enriqueta todavía no había cumplido los 42 años... Asistió, en Madrid, a un homenaje a Belmonte que le dedicaron sus amigos (que también lo eran de ella). Su vida dio un brusco giro. Logró un trabajo, fuera de España: durante una decena de años, cuidó a los hijos del actor Anthony Quinn. Por su alegre simpatía, él la llamaba «Torre del Oro».
Volvió luego a Sevilla, a su piso de la Avenida República Argentina. Rechazó ofertas sensacionalistas. Algunos han querido quitarle importancia; negar, incluso, su existencia. Además de algunos objetos, fotos y papeles, ella guardaba sus recuerdos... Su vida no fue fácil pero el destino le otorgó un gran regalo: haber sido el último amor de un genio, llamado Juan Belmonte.
Texto de Chema Camargo del Hoyo publicado en facebook el día 4 de septiembre de 2017