Por Juan Antonio Polo
Cartel de la Feria de Pamplona. Donde anuncian los toros pero no a los toreros. Curiosamente, de esto nadie ha protestado.
En un serial como el de Pamplona, denominado Feria del Toro, en el que el toro es base de los carteles y asume el papel protagonista, resulta interesante fijar la atención sobre algunos aspectos, frecuentemente desconocidos, y sobre otros que a menudo pasan desapercibidos y que son de capital importancia en orden al éxito de la feria.
En lo que atañe al presente año debe destacarse el hecho, tan simple como infrecuente, de que, en un ciclo compuesto ―al margen del festejo de rejones― por ocho corridas de toros y una novillada picada (los utreros de El Parralejo y las corridas de Torrestrella, Dolores Aguirre, Victoriano del Río, Garcigrande, Jandilla, Fuenteymbro, Adolfo Martín y Miura), los nueve festejos se hayan lidiado íntegros, hecho del que pueden extraerse y destacarse varias conclusiones.
Una empresa previsora
Toros de Torrestrella en el campo y en los corrales de Pamplona
De una parte, la previsión de la empresa ―la madrugadora Casa de Misericordia, conocida como la Meca―, que acostumbra a anunciar las ganaderías con seis meses de antelación, así como el acierto con que la propia Meca, sus veedores y los ganaderos escogen y reseñan los toros de la feria, de forma que todas las corridas superen, no sólo los requisitos requeridos por las plazas de primera categoría, sino que asimismo cumplan con las superiores exigencias de peso y trapío propias de la feria del toro y la plaza de Pamplona, donde no suele plantearse el problema ―tan habitual en otros cosos― de que tras los reconocimientos sea necesario traer más toros para completar una corrida. Además, que yo sepa, nunca se dio el caso de que una corrida tuviera que remendarse con reses de otra vacada.
El mérito es doble, ya que las citadas exigencias no se constriñen al peso y volumen de las reses, sino que prestan una muy especial atención al tamaño de sus defensas.
De ahí que ante las impresionantes arboladuras exhibidas por la mayor parte de los toros lidiados este año ―desproporcionadas en ocasiones con el tamaño de los toros―, me haga la consideración de hasta qué punto es lógica la postura que, en su búsqueda de “lo mejor” y de “lo más bonito”, adoptan frente al concepto “trapío” las empresas, autoridades, crítica y público de Pamplona… y de las llamadas plazas toristas. ¿Acaso no tenemos la visión deformada por lo que estamos viendo a diario? ¿No se tildan de chicas y anovilladas reses cuya presencia hubiera despertado admiración hace 40 ó 50 años?
La necesaria armonía del toro de lidia
Y si el hombre más bello o perfecto no es el que mide más de dos metros, supera los 100 kilos y luce la disparatada musculatura de los culturistas ―ni la mujer más bella y atractiva es la dotada de unas enormes y desproporcionadas glándulas mamarias―, ¿por qué en ciertas plazas, a la hora de dictaminar el trapío de una res, se atiende fundamentalmente al peso, a la alzada y a la longitud ―que no la conformación― de sus astas sin tener en cuenta la capital importancia del concepto “armonía”?
Viene esto a cuenta de las disparatadas cornamentas que lució la corrida de Adolfo Martín ―la más chica de la feria, por cierto― y de las declaraciones del propio ganadero, que horas antes del festejo se ufanaba de la presentación de sus reses. Nos preguntábamos entonces ¿por qué un toro gacho, bizco o brocho se presume que es feo y no puede ser corrido en una plaza de primera y, por el contrario, no se oponen reparos a que se lidien toros playeros, veletos y cornipasos hasta la exageración?
Entiendo que toros de esas características tan poco armónicas deberían lidiarse en plazas de tercera o, en todo caso, en novilladas ―anunciados como defectuosos―, al amparo de lo dispuesto en el Art. 48 del Reglamento Nacional.
Desproporcionadas defensas de los toros de Adolfo Martín
La incidencia del encierro
Siguiendo con Pamplona y al margen del dato relativo a que en los festejos de referencia tan sólo se devolvió un toro ―un Victoriano del Río, que se rompió una pata― y fue sustituído por otro del mismo hierro, es obligada la referencia a los encierros, esa desenfrenada carrera por los empedrados de las calles pamplonesas que protagonizan los toros la mañana de la corrida entre un griterío ensordecedor, arropados por los cabestros y rodeados de un sinnúmero de corredores. Aunque parezca imposible que los toros no se lesionen, partan o astillen sus cuernos o adquieran resabios en orden a su lidia, lo cierto es que ocurre… todo lo contrario.
Y es que quienes lo han estudiado afirman que, gracias a la tensión y parafernalia reinante en los encierros, los toros, acostumbrados a vivir en el silencio y la paz del campo y muy afectados por el stress que les acarrea el apartado, encajonamiento, viaje en camión y desembarco final en unos corrales desconocidos, experimentan durante la carrera unas descargas de adrenalina que tienen la virtud de levantarlos del estado de postración en que les había sumido el stress. En mi memoria una corrida de Osborne, cuyos toros se cayeron repetidas veces durante el encierro y entraron en los corrales poco menos que a gatas: recuerdo, unas horas después, la consternación que durante el sorteo mostraban los rostros del ganadero y el mayoral. Pues bien, ¡por la tarde no se cayó ni un toro!
La carrera del encierro suele ser beneficiosa para los toros. En la imagen la miurada de este año en las calles de Pamplona
Una continua escandalera pero una fiesta sin parangón
Finalmente, sabida la continua escandalera que reina en los tendidos de sol ―que no prestan la más mínima atención a cuanto ocurre en el ruedo― y la pasividad de los tendidos de sombra ―que abjuran de su función de contrapunto del sol y se limitan a actuar como meros convidados de piedra―, cabría preguntarse si los aficionados de otras latitudes pueden comprender y gustar de una corrida de toros en Pamplona.
El público de Sol de Pamplona
Y mi respuesta es afirmativa, siempre que se trate de aficionados de mente abierta, capaces de abstraerse del jolgorio general ―o de participar en el mismo cuando proceda― y de disfrutar sin morbo de la presencia de esos toros importantes tan difíciles de ver por otras plazas; de aficionados capaces de degustar una lidia inteligente, una faena poderosa o la habilidad de un torero para domeñar un toro de respeto; de aficionados que sean capaces de emocionarse ante un gesto de valor, aunque esté ayuno de arte, o de extasiarse ante la magia de unos lances, aunque los espectadores de su alrededor ni se enteren; de aficionados capaces de apreciar el esfuerzo de los toreros al aguantar las descompuestas embestidas de las reses o al dejar rozar sus cuerpos por las cuernas más astifinas; de aficionados ―o, en suma, de personas― amantes de la fiesta y capaces de apreciar la camaradería reinante, la amistad, la simpatía, el buen humor y el talante de una ciudad, unas gentes y unas fiestas que no tienen parangón.
De ahí que sean muchos ―y de todas las partes del mundo― los centenares de aficionados solventes que año tras año renuevan su abono y acuden a los sanfermines. Saben que en el coso de Pamplona no van a encontrar la seriedad que caracteriza al de las Ventas, ni el respeto y los silencios de la Maestranza. Pero ahí están.
Y es que, afortunadamente, los Sanfermines no tienen nada que ver con esas tópicas, absurdas y desagradables escenas que año tras año nos sirven los telediarios, protagonizadas por elementos foráneos que acuden a Pamplona los fines de semana sanfermineros con la distorsionada idea de que el único objetivo es emborracharse.
Pamplona, sus gentes, sus sanfermines y sus corridas de toros… son mucho más.
¡Viva San Fermín!
¡San Fermín!