miércoles, 29 de noviembre de 2017

Cuaderno de notas (CXXX) Ronda

Por Aquilino Duque


Cráter de luna donde todo es luna,
era donde el trabajo es fiesta y rito,
rueda de la fortuna
petrificada contra el infinito,
esfera de reloj, cero absoluto,
que resume lo eterno en un minuto. 

Todo empezó a dar vueltas una tarde:
velador en lo oscuro, negra nube,
la pantera enjaulada del Botánico,
la columna que sube
al cielo soledad y el pánico
del caballo asombrado en el alarde
agrícola y marcial de la Maestranza. 

Trilla en que la pezuña, el casco, el viento,
el juego de la caña y de la lanza,
el lance alado y el pitón cruento
separaban el oro de la granza.
Era de oro, círculo amarillo.
Arena en que quedaba soterrado
el jurarnento de oro de un caudillo
por un señor perjuro desterrado. 

Oro que luego de Ultramar trajeron
dríadas de la Sierra de las Nieves
que en mástiles pinsapos convirtieron
para llevar hasta las tierras de oro
de Ultramar y en los términos más breves
el caballo, el aceite, el vino, el toro
y traer de lastre un mítico tesoro
para acuñarlo. en el troquel del ruedo.

Quien pisa ese oro no conoce el miedo:
ostensorio del sol, crisol de luna,
ojo de arena, pétrea corona,
pozo de sombra y luz, tambor del cielo,
fondo agostado de laguna
que atraviesa la tarde, de amazona,
terciado el marsellés de terciopelo. 

Lo que fue luna helada es sol ardiente,
y ante la media luna de una frente,
caliente el corazón y el pulso frío,
envuelto en luces, un valiente
la media luna encela
desplegando un cartel de desafío
de seda, de percal y de franela.

La peonía y el romero,
la orquídea, la romúlea, el tovisco,
el jaguarzo morisco
y el verbasco,
los diamantes que levanta el casco
del caballo en que viene caballero
con su luna a la grupa el bandolero.
Si esta luna va al sol, otra en la sombra
toma asiento del brazo de un maestrante.
Todos conocen pero nadie nombra
al pregonero que entra con su amante
y en torno al redondel giran, despacio,
la luna del algar, la del palacio. 

Se abre el portón de las cuadrillas,
tímpano roto y pétreas barreras.
Bajo el escudo y el balcón de herraje
se paran carruaje y carruaje:
faetones, calesas, jardineras
desbordantes de peinas y mantillas.
Se desdobla un estribo, crujen muelles,
en una rueda se enganchó una falda,
y en lo alto, en su palco rojigualda,
saludan los retratos de los reyes. 

Chupa de paño azul y vueltas rojas,
áureos galones y botonaduras,
los jinetes deshojan y monturas
un trébol inicial de cuatro hojas
en cuadrillas, parejas, carruseles,
la geometría de la contradanza,
aspas, elipses, ruedas y luneles ...

Así se adiestra contra los infieles
y los herejes la Real Maestranza.
Porfía del caballo y el olivo:
la paz, la guerra y una sola fiesta.
Cintas, coronas, ramos, alcancías,
el sombrero que baja hasta el estribo,
la banderilla que tremola enhiesta
y una paloma en las balconerías.

Lo perfecto en el mundo es lo redondo,
y es vertical lo grande, lo imponente.
Ronda, que tiende sobre lo más hondo
del tajo la osadía de su puente,
alzó frente al vacío y su amenaza
la perfección redonda de su plaza. 

¿Quién aprendió de quién? ¿La arquitectura
a imagen nació en Ronda del toreo?
¿O fue el toreo el que en la mesura
y en la severidad del coliseo
su genio desubriendo y su figura,
en arte mucho y en esfuerzo poco,
dio un quiebro grácil a la línea pura,
clásica gravedad a lo barroco?

El horror al vacío
y el horror a la informe muchedumbre
dieron a Ronda estilo y señorío,
y su centro de arena, cumbre a cumbre,
en círculos calizos, onda a onda,
sierra a sierra, se abrió en la lontananza,
ganando altura y gravedad, redonda
y rotunda y profunda la Maestranza,
plaza, corona y corazón de Ronda.

DUQUE, Aquilino. "Oda a la plaza de toros de la Real Maestranza de Caballería de Ronda" (Sevilla, 1995, Revista de Estudios Taurinos nº 2, págs.127-132) 


lunes, 20 de noviembre de 2017

Cuaderno de notas (CXXIX) No toreeis jamás como Belmonte

Por Felipe Sassone
Juan Belmonte según Sebastián Miranda (publicado en Toros y toreros en 1916)
"Los intelectuales del arte, en general, los literatos que no sabían mucho de toros, los maestros de estética, Valle-Inclán y Pérez de Ayala, saludaban alborozados al prodigio de Triana. Precisamente porque no sabían de toros ni eran esclavos de un tecnicismo y de una escuela, les gustaba más aquello que se parecía menos al toreo. Y lo elogiaban sin hablar de toros; hablando de pintura, de literatura, hasta de teología. Hablaban de la transfiguración, y Valle-Inclán sacó a relucir el quietismo estético y espiritual de Miguel de Molinos. Los revisteros de toros a secas, que se pirraban por parecer literatos, seguían las huellas de los maestros que no sabían de toros, y descoyuntaban su prosa disparatándola de hipérboles. 

Joselito no tenía, en cambio, más panegíricos que los kikirikíes y los ¡ei carballeira! del gallego Pérez Lugín, que santa gloria haya y en eterna ociosidad permanezca para descanso suyo y de las letras castellanas. El público, todo hay que decirlo, se iba también con Belmonte. Claro, porque Belmonte era el débil y José el poderoso; Belmonte, víctima, torero que se entregaba, los hería en la cuerda sensible; cuando aplaudían a Juan tenían la sensación de conceder un premio al mérito; cuando aplaudían a José sufrían la humillación de pagar un tributo que se les arrebataba.

José era el conquistador; pero Belmonte era el héroe, y a nuestro público español, derrotista por temperamento, le molestaba la facilidad del vencedor seguro, y prefería las piernas de trapo de Belmonte a las piernas de acero de Gallito.

¿Y yo? ¿Qué pensaba yo, que sentía? Yo sabía torear; yo había aprendido a torear de una manera, y admiraba a Belmonte sin comprenderlo. ¿Me gustaba? Sí; me gustaba verlo torear; pero no aprobaba su toreo. Me gustaba lo imposible, y me asombraba y me divertía ver que pudiera hacer lo que yo pensaba que no se podía hacer. ¡Y no me convencía!

Yo tenía un espíritu de discípulo, y Joselito era el único profesor. Si yo hubiera tenido hijos con vocación de toreros, les dijera, mirad a Belmonte, admirad a Belmonte; pero no toreeis jamás como Belmonte."

SASSONE, Felipe. "Casta de toreros" (1ª ed., Madrid, Editorial Pueyo, 1934, págs. 77-78)

viernes, 17 de noviembre de 2017

De Valdepeñas a Linares

Por Antonio Luís Aguilera

Pepín en el Sanatorio de Toreros convalece de la cogida de Valdepeñas (8 de agosto de 1947). Su cara lo dice todo.

Faltando veinte días para la cita de Linares, Manolete vio la muerte en Valdepeñas. Fue una tarde extraña, de calor sofocante que encendía el griterío de los tendidos, en un ruedo seco que levantaba nubes de arena ante las inciertas embestidas del encierro de Concha y Sierra. Se observaba preocupación en los toreros por el feo estilo de la corrida. Curro Caro despachó su lote con oficio. 

Curro Caro en Valdepeñas el 8 de agosto del 47

Manuel Rodríguez había cortado las orejas y el rabo del segundo, trofeos que rechazó ante las protestas del respetable; en el quinto se dividieron las opiniones, algo habitual en un público cada vez más en contra. 


Manolete en el segundo de la tarde.

Pepín Martín Vázquez
escuchó palmas en el tercero y buscaba tocar pelo en el sexto, al que saludó con hermosas verónicas e hizo un bonito quite por chicuelinas, que silenció las protestas que denunciaban cojera de la pata izquierda. 

En el callejón, sin soltar el capote, Manolete fumaba un cigarrillo atento al planteamiento de faena de Pepín, que inició el trasteo con unos estatuarios que fueron ovacionados. Con la muleta en la izquierda el toro protestó al tomar el primer natural, repuso y, sin atender el toque, volteó al torero corneándole con saña en la pierna izquierda hasta que el diestro cordobés acudió e hizo el quite. El silencio se apoderó de la plaza ante la visible hemorragia, el nerviosismo del trance, y los rostros desencajados de los compañeros asistiendo al herido para conducirlo a la enfermería. En otro lado del palenque, Manuel Rodríguez fijaba con el capote la atención del toro, observando el pitón ensangrentado y esa mirada fiera, cargada de muerte, que solo saben ver los toreros. 



La cogida de Valdepeñas en 3 imágenes. El toro de Concha y Sierra, mete el pitón mientras Pepín instrumenta un natural. El diestro sevillano caído en el ruedo. Mientras se levanta intentando tapar con la mano la hemorragia, Manolete le hace el quite.

En el interior del cuarto del hule, las expertas manos del doctor Izarra lograron detener la hemorragia en una operación de urgencia vital, pero la gravedad de las lesiones exigía el traslado del herido a un centro hospitalario adecuado, para llevar a cabo una delicada intervención de reconstrucción vascular. No había tiempo que perder. Madrid quedaba a más de doscientos kilómetros y la zozobra comenzaba a adueñarse de los hombres del toro. Manolete ofreció su Buick azul para llevar al compañero al Sanatorio de Toreros, donde avisado aguardaba el doctor Jiménez Guinea, y ocupando el asiento del volante abandonó velozmente la ciudad manchega. Tras el penoso e incierto trayecto, la eficaz intervención del célebre cirujano devolvía a los toreros la esperanza y la sonrisa al filo del nuevo día. Pepín había salvado la vida. 

Manolete con su Buick. Camará observa.

Antes de partir de Madrid para cumplir los contratos del agosto más duro de su carrera, Manolete acudió al Sanatorio para animar a Pepín y despedirse. Ninguno podía imaginar que el adiós sería para siempre. Años después, el fino torero de Sevilla manifestó que nunca pudo olvidar el gesto de su compañero, confesando que el beso que le dio Manuel al despedirse era el recuerdo más hermoso que guardaba de su paso por el toreo: “De Manolete me pasaría la vida entera diciendo cosas. Lo recuerdo constantemente. Fue un hombre inmenso y un torero como no he conocido otro. Ahora pienso que yo tuve mucha suerte en Valdepeñas y él muy poca en Linares. O al revés, porque los hombres no seremos nunca capaces de entender los designios de Dios”. 

En Valdepeñas antes del paseillo, Pepín sonríe. A la derecha se adivina el perfil de Manolete. Luego tras la cogida, el cordobés iría a visitar al diestro de la Resolana al Sanatorio de Toreros
Para el cordobés continuaba el viacrucis en que le habían convertido 1947 desde el regreso de México. Con pena observaba cómo el público que antes le aclamaba entusiasmado ahora le insultaba y le enseñaba las entradas. Había dado fruto la campaña de un influyente sector de la crítica, clanes taurinos y diestros incapaces de aguantarle el pulso en la plaza: la alianza que buscaba destronarlo acusándole de ser el culpable de lo peor del toreo. 

Manolete en el callejón de la plaza de Gijón. La campaña del norte tuvo una dureza inusitada.

Manolete anhelaba acabar la temporada, colgar el traje de luces y casarse con Antoñita, la mujer que amaba, cuyo enlace estaba señalado el 18 de octubre en Barcelona, como reveló más tarde quien fue su confidente, el periodista don Antonio Bellón. Pensaba que había llegado la hora de disfrutar de su fortuna antes de que pudiera arrebatársela un toro, pero su estricto sentido del deber le imponía cumplir los compromisos y entregarse en cada plaza. Eso fue lo que hizo con los puntos sin cicatrizar de la cornada sufrida el 16 de julio en Madrid, su última tarde en Las Ventas, corrida de Beneficencia que toreó cediendo sus honorarios para los necesitados. 

Un respiro. Los días de Fuentelencina con Antoñita Broncalo.

Agosto barruntaba tormenta. Se desencadenó en Linares como pudo haber sido en cualquier lugar. Un relámpago rasgó la tarde y el estruendo del trueno enmudeció al orbe taurino. 



La cogida en dos fotografías tomadas por un aficionado desde el tendido y que fueron publicadas en el número extraordinario que El Ruedo publicó tras la cogida.
Lo que vino después resulta conocido. O no tanto, porque ante el horror de su muerte afloraron sentimientos de culpa y medias verdades que forjaron una historia con aires de leyenda, narrada con los tonos hipócritas de aquella España en blanco y negro. Se obviaba el drama de un hombre joven, que hubo de sufrir el desprecio de los suyos por la mujer que amaba, con la que convivía desde 1943, porque su madre y entorno no la consideraban digna de ser su esposa. Tras la crucifixión faltaba la lanzada, ejecutada en el hospital de Linares por los que presumían de amigos, al negar a Antoñita el paso a la habitación de Manolo hasta que en ella moraba un cadáver. 

Su novia solo pudo entrar a verlo después de muerto. No la dejaron pasar mientras moría.

Terminaba el acoso y derribo del rey de los toreros. Nacía el mito. Fue en la corrida número veintiuno de su temporada española, el mismo que llevaba marcado a fuego Islero, el toro que lo mató, cuyo certero derrote silenció tanta culpa inconfesable.

Remate. La elegancia torera de un gran torero. En Gijón con la capa.

sábado, 4 de noviembre de 2017

La faena más grande de la historia. Chicuelo con Corchaíto

Por Jose Morente


Chicuelo en la habitación de su hotel preparado para salir a torear en la plaza de Madrid, probablemente el día de la faena a Corchaíto. Al fondo a la derecha, su tío Zocato. "A mí, el público de Madrid todavía no me han visto torear como yo quiero que me vean". Ese mismo día le vieron  (Fotografía publicada en la revista Estampa a finales de mayo de 1928)

Una plaza muda

Hubo un momento en que la plaza de Madrid se quedó en un silencio total y Chicuelo pensó que su faena no le estaba gustando al público. Una verdadera lástima porque el torero estaba disfrutando de verdad con la embestida de Corchaíto un toro muy noble de Graciliano Pérez Tabernero.



Un toro muy curioso pues había salido abanto y algo mansurrón pero a la muleta llegó bravo y noble. Quizás ese punto de mansedumbre -pensaba el torero para su caletre- era el motivo por el que se estaba dejando torear tan bien. Ese abrirse en el engaño y salirse tras los vuelos, es lo que permitía al diestro relajarse en el embroque y olvidarse de la técnica. Torear, sólo torear y por el mero placer de torear.

La lidia de Corchaíto había comenzado muy bien. Era su primer toro y tercero de la corrida del día 24 de mayo de 1928. Chicuelo había dado la alternativa a Barrera y la costumbre, hoy corregida, le imponía torear ese toro y el cuarto. Los dos primeros -el de la alternativa y el de Cagancho- habían sido bravos en los caballos, los dos diestros habían estado muy bien y el público estaba disfrutando de lo lindo cuando salió a la arena ese tercer toro que pasaría a la historia, algo que entonces nadie hubiera imaginado.

Ya en el capote, alternando en quites, Chicuelo había estado sensacional con Corchaíto. Sus cuatro chicuelinas habían puesto la plaza boca arriba. Por eso, cuando el torero de la Alameda cogió los trastos y se fue a los tercios del tendido 2 con la muleta en la izquierda, la plaza estaba a revienta calderas. Y eso que todavía no había llegado lo que iba a llegar.



A Chicuelo siempre le había gustado tantear a los toros con la izquierda. Lo de tantear por naturales se lo habían reprochado algunos aficionados amigos (¡No arriesgues tanto!) pero a Chicuelo le importaba bien poco (¡Con lo que a mí me gusta torear con la izquierda!). Por eso se fue a buscar a Corchaíto con la muleta en la izquierda, con la espada en la derecha y con el corazón en el centro, para ligar cuatro naturales gloriosos, inmensos e indescriptibles que pusieron al rojo vivo la plaza de Madrid.




Mientras daba esos cuatro naturales, Chicuelo recordaba que esa forma de ligar se la había visto, el primero de todos, al pobre José, a Joselito. Con los toros buenos, Joselito les dejaba, en el remate, la muleta muerta en la cara y si el toro volvía por su camino, lo enganchaba sin tocarle, sin brusquedades, tirando de la franela, tendiendo la suerte y engarzando naturales. Uno tras otro. Eso le había visto Chicuelo a Gallito. Engarzar naturales, tantos como le dejaran los toros. Que, esa es la verdad, solían ser pocos los que se lo permitían porque en la época de José, en la Edad de Oro, todavía muy pocos toros respondían a ese toreo en redondo que luego sería la base de la faena de muleta. Belmonte se había metido de lleno en el terreno del toro pero Juan ligaba el natural con el pase de pecho al estilo de la vieja escuela, del toreo antiguo. Joselito fue quien adivinó el futuro.

Y allí estaba Chicuelo, en la plaza de Madrid, frente a Corchaíto. Un Chicuelo que se había casado hacía poco con Dora la Cordobesita, obligado a arrimarse para mantener con decoro a esa familia que estaba empezando a formar, y acordándose de esa manera de ligar los muletazos que tenía Gallito, delante de un toro bravo y noble, muy noble, que le estaba poniendo en bandeja el triunfo y la posibilidad de hacer algo grande, muy grande, en el toreo.



No iba a ser esa la primera faena importante de su carrera. Había habido otras antes en varias plazas de España y México pero no en Madrid. Y en aquellos tiempos, no era lo mismo hacer una gran faena en Madrid que en cualquier otra plaza del mundo.

Como México, país del que también se acordaba Chicuelo mientras citaba a Corchaíto pues el toro mexicano más toreable, más boyante, más noble, de mejor son y mejor embestida, hacía posible ese cante grande que rara vez permitía el toro español. Por eso, porque este tipo de toro escaseaba en España es por lo que Joselito el Gallo, cuando le salía un toro de buen estilo en cualquier plaza, siempre pensaba lo mismo "¡Ojalá me toque uno como este en Madrid un día sin viento!".

Un toro de esos, de los de buen estilo, era Corchaíto y ese toro le había salido a Chicuelo en Madrid. Premio gordo de la lotería para el diestro de la Alameda y premio gordo, sobre todo, para los afortunados espectadores que estaban ese día en la plaza presenciando la faena más grande de la historia del toreo. La más grande no sólo por la indiscutible calidad del excepcional trasteo, pues ya antes hubo -y las habría después- otras faenas excepcionales de otros diestros, sino por su importancia capital en la evolución de la fiesta. La faena a Corchaíto marcó un rumbo y un ejemplo. Un antes y un después. Después de esa faena los públicos ya sólo querrían que se torease así. Pero eso no se entendería hasta muchos años más tarde cuando el paso del tiempo permitiese calibrar cabalmente el alcance de lo sucedido ese día.

Mientras tanto en la plaza Chicuelo, después de esa primera tanda y el remate de pecho había engarzado dos naturales más. Y luego otro más. Borrachera del toreo al natural. La plaza era un verdadero manicomio.



A ese inicio colosal e inmenso, siguieron pases por alto, pases con la derecha y la izquierda, pases de todas las clases, pases de la firma, molinetes, afarolados, de pecho, de costado, de espalda. Toda la gama del toreo del mejor estilo. Una faena preciosa que no preciosista como, con muy mala uva, dijo al día siguiente Gregorio Corrochano, a quien se le había subido a la cabeza la importancia y relevancia que se le daba a su opinión. Un crítico influyente, buen aficionado pues se fijaba en el toro, pero malo por dogmático y teorizante, por no entender el toreo. Hacedor y deshacedor de reputaciones, más preocupado por construir frases impactantes, que por seguir el hilo de la fiesta. 



Un hilo que se le escapó ese día. Lo de Corrochano, su incapacidad para valorar la faena de Chicuelo, la más grande de la historia, causó la indignación de los buenos aficionados madrileños. Tanto enfado provocó que el crítico de ABC tuvo que rectificar astuta y ladinamente a los pocos días. 

Corrochano fue el único que no se enteró de lo que estaba pasando en el ruedo. Los espectadores, mientras tanto y mientras toreaba Chicuelo, habían enloquecido y enmudecido. Fue cuando Chicuelo, ante ese silencio, pensó que algo no iba bien. Pensó que su faena no estaba gustando al público...



La apoteosis

Chicuelo entonces no lo sabía pero la plaza había callado en silencio sepulcral, no por disgusto sino porque la emoción del buen toreo había puesto un nudo en los corazones. Nadie, roncas las gargantas, podía ya gritar un olé. Y entonces ocurrió lo insólito, lo inexplicable. Todos los espectadores silenciosamente agitaban sus pañuelos al viento y pedían la oreja. La plaza entera muda pedía los trofeos antes de entrar a matar el torero. 

En esas, Chicuelo entró a volapié y pinchó, Enseguida, tres naturales más, tres últimos y tremendos naturales de tinieblas, los mejores según muchos de los que lo vieron pues el toro sin fuerzas ya no iba y había que tirar de él. Luego otro pinchazo y media estocada que, esta sí, tiró al toro sin puntilla.



Ahí fue cuando el torero, nuestro torero, levantó la vista y vio el tendido poblado de pañuelos. Ahí fue cuando comprendió que la faena, con la que él tanto había disfrutado, había emocionado tanto a tantos. Emocionado él también y quizás algo sorprendido le comentó al Rerre su alegría porque, pese a los pinchazos, le estaban pidiendo la oreja.

La respuesta fue tajante: "¡No, Manuel, te están pidiendo la segunda! ¡La primera ya te la han dado mientras toreabas! ¡Acabas de cambiar el toreo! ¡Has hecho historia!".

Lo dicho, la faena más grande de la historia. 


Chicuelo tras cortar las dos orejas a Corchaíto dando la vuelta al ruedo en la plaza de Madrid seguido por uno de sus peones (probablemente se trata de Antonio Romero, el padre de Romerito, peón de Curro Romero)
Nota de LRI de agradecimiento. Los comentarios y pensamientos de Chicuelo sobre su faena al toro Corchaíto nos llegan a través de su hijo Rafael (quien evocó en el Ateneo de Sevilla el pasado viernes 27 lo que su padre le contó un día en su casa de la Alameda sobre esa inolvidable jornada) y de su nieto Manolo.