Cráter de luna donde todo es luna,
era donde el trabajo es fiesta y rito,
rueda de la fortuna
petrificada contra el infinito,
esfera de reloj, cero absoluto,
que resume lo eterno en un minuto.
Todo empezó a dar vueltas una tarde:
velador en lo oscuro, negra nube,
la pantera enjaulada del Botánico,
la columna que sube
al cielo soledad y el pánico
del caballo asombrado en el alarde
agrícola y marcial de la Maestranza.
Trilla en que la pezuña, el casco, el viento,
el juego de la caña y de la lanza,
el lance alado y el pitón cruento
separaban el oro de la granza.
Era de oro, círculo amarillo.
Arena en que quedaba soterrado
el jurarnento de oro de un caudillo
por un señor perjuro desterrado.
Oro que luego de Ultramar trajeron
dríadas de la Sierra de las Nieves
que en mástiles pinsapos convirtieron
para llevar hasta las tierras de oro
de Ultramar y en los términos más breves
el caballo, el aceite, el vino, el toro
y traer de lastre un mítico tesoro
para acuñarlo. en el troquel del ruedo.
Quien pisa ese oro no conoce el miedo:
ostensorio del sol, crisol de luna,
ojo de arena, pétrea corona,
pozo de sombra y luz, tambor del cielo,
fondo agostado de laguna
que atraviesa la tarde, de amazona,
terciado el marsellés de terciopelo.
Lo que fue luna helada es sol ardiente,
y ante la media luna de una frente,
caliente el corazón y el pulso frío,
envuelto en luces, un valiente
la media luna encela
desplegando un cartel de desafío
de seda, de percal y de franela.
La peonía y el romero,
la orquídea, la romúlea, el tovisco,
el jaguarzo morisco
y el verbasco,
los diamantes que levanta el casco
del caballo en que viene caballero
con su luna a la grupa el bandolero.
Si esta luna va al sol, otra en la sombra
toma asiento del brazo de un maestrante.
Todos conocen pero nadie nombra
al pregonero que entra con su amante
y en torno al redondel giran, despacio,
la luna del algar, la del palacio.
Se abre el portón de las cuadrillas,
tímpano roto y pétreas barreras.
Bajo el escudo y el balcón de herraje
se paran carruaje y carruaje:
faetones, calesas, jardineras
desbordantes de peinas y mantillas.
Se desdobla un estribo, crujen muelles,
en una rueda se enganchó una falda,
y en lo alto, en su palco rojigualda,
saludan los retratos de los reyes.
Chupa de paño azul y vueltas rojas,
áureos galones y botonaduras,
los jinetes deshojan y monturas
un trébol inicial de cuatro hojas
en cuadrillas, parejas, carruseles,
la geometría de la contradanza,
aspas, elipses, ruedas y luneles ...
Así se adiestra contra los infieles
y los herejes la Real Maestranza.
Porfía del caballo y el olivo:
la paz, la guerra y una sola fiesta.
Cintas, coronas, ramos, alcancías,
el sombrero que baja hasta el estribo,
la banderilla que tremola enhiesta
y una paloma en las balconerías.
Lo perfecto en el mundo es lo redondo,
y es vertical lo grande, lo imponente.
Ronda, que tiende sobre lo más hondo
del tajo la osadía de su puente,
alzó frente al vacío y su amenaza
la perfección redonda de su plaza.
¿Quién aprendió de quién? ¿La arquitectura
a imagen nació en Ronda del toreo?
¿O fue el toreo el que en la mesura
y en la severidad del coliseo
su genio desubriendo y su figura,
en arte mucho y en esfuerzo poco,
dio un quiebro grácil a la línea pura,
clásica gravedad a lo barroco?
El horror al vacío
y el horror a la informe muchedumbre
dieron a Ronda estilo y señorío,
y su centro de arena, cumbre a cumbre,
en círculos calizos, onda a onda,
sierra a sierra, se abrió en la lontananza,
ganando altura y gravedad, redonda
y rotunda y profunda la Maestranza,
plaza, corona y corazón de Ronda.
DUQUE, Aquilino. "Oda a la plaza de toros de la Real Maestranza de Caballería de Ronda" (Sevilla, 1995, Revista de Estudios Taurinos nº 2, págs.127-132)